domingo, 13 de noviembre de 2011

Los dilemas de un joven sin educación

Tras el anuncio del retiro definitivo de la reforma, el sector educativo se enfrenta al reto de discutir y planear una mejor. / Gabriel Aponte - El Espectador



Si un bachiller de estrato uno, dos o tres entra a una universidad, significa que deja atrás la condena a un salario mínimo para conseguir una remuneración al menos tres veces superior.







Hay alguien a quien no se le ha preguntado qué piensa de la reforma a la educación superior. Habló el Gobierno y dijo que era bueno el proyecto. Hablaron los estudiantes, ya matriculados en las mejores universidades del país, y dijeron que era malo. Hablaron algunos políticos aunque antes no se les hubiera escuchado una propuesta. Hablaron los rectores y los expertos en educación.
Pero a los jóvenes pobres que hoy hacen un esfuerzo por terminar el bachillerato no les han preguntado qué piensan del sistema universitario colombiano al que la mayoría sueña con ingresar algún día. Cada año los colegios del país ponen en la calle a unos 700.000 bachilleres que se suman a los de años anteriores para competir por unos 400.000 cupos de educación superior.
El primer dilema que se cruza en el camino un colombiano de estrato uno, dos o tres que estudia en una escuela pública de algún municipio de Amazonas, Chocó, Meta o Córdoba, y que es el personaje central de este artículo, es: ¿estudio o trabajo?
“Estudiar sí paga”, es la respuesta que le daría Bernardo Rivera Sánchez, director ejecutivo de la Asociación Colombiana de Universidades (Ascún). Como bachiller, lo probable es que consiga un trabajo donde ganará el salario mínimo durante muchos años. En cambio, si se convierte en técnico o tecnólogo su salario se puede incrementar un 40%, es decir, acercarse a los $900.000. En caso de ser profesional, el salario de enganche sería en promedio de $1’400.000.
Si este joven colombiano convence a su familia, que como la del 45% de los matriculados en universidades del país vive con menos de dos salarios mínimos mensuales, de respaldarlo en su anhelo de estudiar, habrá dado el primer paso hacia el éxito. Va en la ruta del 37% de los jóvenes que lograrán entrar al sistema.
Surge entonces otra difícil pregunta: ¿técnico o profesional? En el país, los pregrados se distribuyen en 68% en profesional y sólo 32% en técnica y tecnológica. El problema de apostar por una carrera técnica o tecnológica es que, no siendo una mala opción en términos de rentabilidad a corto plazo, es poco el prestigio que proporciona.
“Desafortunadamente, en Colombia, a diferencia de países como Alemania, es vista como una formación de pobres para pobres”, apunta Rivera. El proyecto de reforma que retiró el Gobierno esta semana apuntaba a, como lo hizo el gobierno anterior, robustecer el Sena, así como las otras instituciones de educación para el trabajo. Una salida efectiva, más económica y en cierto modo necesaria para equilibrar la oferta laboral de unos y otros.
Suponiendo que el joven de esta historia es ambicioso y quiere apostar más que por una carrera tecnológica, tendrá que echar un vistazo a los programas de las universidades. Pero además de preguntarse qué estudiar, tendrá que elegir entre la universidad pública y la privada. Lo más razonable, considerando la estrechez económica de su familia, es que se incline por la primera.
“El primer problema que tiene un pobre hoy son los exámenes de admisión, el Icfes”, advierte Rivera. Recuerda que siendo rector de la Universidad de Caldas, de los 1.700 primíparos por semestre, 1.550 provenían de colegios en Manizales y tan sólo 150 de los 24 municipios restantes del departamento. Los alumnos de las escuelas municipales y rurales tienen perdida la pelea en su mayoría. “El examen del Icfes no es un instrumento equitativo para entrar a la universidad pública”, apunta Rivera. Ni bilingüismo, ni computadores, ni profesores bien ranqueados en el escalafón hacen parte de su educación. Hay que decir, sin embargo, que según cifras del Sistema para la Prevención de la Deserción en la Educación Superior, durante los últimos cinco años el 45% de la matrícula universitaria correspondió a hogares con uno a dos salarios mínimos, lo que demuestra los esfuerzos por abrirles nuevos espacios.
De vuelta con el personaje de esta historia, y suponiendo que la suerte juega de su lado, aunque no puede entrar a la carrera que anotó como primera opción en el formulario de la universidad, sí podría ser admitido a la segunda, que por lo general es una de las que el resto de alumnos desprecian. Una carrera como física, matemáticas o filosofía. Sin sospecharlo, se ha convertido en un potencial desertor.
En caso de que no tenga miedo de tomar riesgos y no quiera renunciar a su carrera favorita, la opción que le queda es la universidad privada. Pagar una matrícula de 4 millones de pesos implicaría tragarse el 65% del ingreso de toda la familia en un año. Impensable. Entonces no hay otro camino que tocar las puertas del Icetex.
En la actualidad, el 97% de los créditos que se otorgan son para jóvenes como él. De estos créditos, el 57% tiene subsidios a la matrícula del 25%. Es decir, que de los cuatro millones que le prestarían, uno sería regalado. Por lo demás deberá responder. Una virtud de la reforma que se retiró del Congreso es que buscaba capitalizar el Icetex para ofrecer a todos estos jóvenes préstamos con interés real cero (hasta el año pasado pagaban hasta 16% de interés) y aumentar el porcentaje de subsidios. Aunque hoy los universitarios marchan pidiendo educación gratuita, un ideal que nadie discute, los modelos de educación incluso en países mucho más ricos como Corea, están fundados en el principio de que la responsabilidad es compartida por el Estado, la sociedad y el individuo.
Superados los obstáculos que hasta aquí se le han presentado, el joven entusiasta, matriculado en una pública o una privada, se enfrenta a un peligroso ogro: la deserción estudiantil (en 2004 llegó al 60%, para caer al 45% en 2010). Las causas que empujan a un estudiante fuera del campus son múltiples: no estudió lo que quería, problemas socioeconómicos, desorientación, problemas para adaptarse a la ciudad que lo recibió para estudiar. El 20% de los estudiantes desertan antes de culminar el segundo semestre.
Otra amenaza, no menos escaza, es la repitencia. La carrera de cinco años se puede fácilmente convertir en seis años y medio, incluidos varios paros universitarios. Son problemas que encarecen la educación superior de los más pobres. Además de la matrícula, se requieren programas de bienestar universitario para acompañarlos y también subsidios de mantenimiento.
Si con mucha berraquera este estudiante se hace profesional, completa una maestría con una beca y logra un doctorado por ser brillante, entonces sí habrá dado un salto social. La remuneración que reciba en promedio será de casi $5,5 millones. Una hazaña para una familia donde los padres ganaban el salario mínimo. El círculo de la pobreza estará roto. Sus hijos seguramente estudiarán en un colegio privado, serán bilingües, entrarán a una universidad de prestigio.
¿Y la calidad? A veces hay que hacerse el de la vista gorda para no amargarse. Sólo una universidad colombiana, una de las más caras, figura en el ranking de las 500 mejores del mundo.
El paro educativo en números
550 mil estudiantes de universidades públicas suspendieron sus clases durante el paro.
31 instituciones de carácter público participaron en las movilizaciones del último mes.
150 mil millones de pesos se perdieron durante el paro educativo, según el Ministerio de Educación.
La guerra de cifras
El primer problema con que se estrella quien intente comprender el debate educativo que ya completa nueve meses, y que con la inminente apertura de la mesa de diálogo nacional podría extenderse muchos más, es que de lado y lado se esgrimen cifras que resultan contradictorias.
Por ejemplo, el economista Salomón Kalmanovitz en su columna de esta semana en El Espectador reclamó al Gobierno porque, en la ya moribunda reforma, daba continuidad a una política que cada año asigna un porcentaje menor del PIB a las universidades (del 0,50% del PIB en 2002 pasó a 0,38% en 2011). Kalmanovitz citaba el estudio del investigador Jorge Armando Rodríguez “Alternativas a la Ley 30 y al proyecto de Santos de financiación de la educación superior pública”.
Consultado al respecto, el viceministro de Educación Javier Botero se defendió diciendo que tanto Kalmanovitz como Rodríguez desconocían “que el crecimiento de los aportes a las IES públicas tenía dos mecanismos”. Uno que incrementa en 3% el presupuesto anual de las universidades hasta 2012 y otro que ofrece un aporte extra, no permanente, dependiendo del ritmo de crecimiento de la economía. Conclusión, según Botero: “el incremento de los aportes sería siempre mayor al crecimiento del PIB si éste crecía entre 0 y 4,2%”.
Otra de la cifras que se suelen colar en los debates es que el gasto en seguridad es 17 veces superior al gasto en universidades públicas. Los números son ciertos, pero un poco injustos con la realidad. El presupuesto para defensa y seguridad corresponde al 14,2% del Producto Interno Bruto (PIB), mientras el de todo el sector educativo, no sólo educación superior, fue establecido en 13,9% del PIB (cifras de 2009).
En su artículo, Kalmanovitz decía que “la reforma condena a la educación superior a seguir reduciendo su presupuesto como proporción de la riqueza nacional, mediante unas fórmulas absurdas que la reglan ¡hasta el año 2042!”.
Del otro lado, el viceministro responde que la “afirmación no tiene fundamento en el proyecto mencionado. Se establecían unas reglas de juego que operarían hasta el año 2022”.
Con una discusión nacional en ciernes, no deja de ser preocupante que ni siquiera estén claras las cifras de partida.

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